La casa de los sarmientos


 

 

   Se llamaba María.  La recuerdo desde que tengo uso de razón, sentada en el poyo de nuestra casa, vestida de negro, el pelo ceniciento recogido en un moño alto y escaso, camisa negra o gris, una larga saya oscura bajo la que se intuían sus piernas huesudas,  una mano reposando en el regazo y con la otra alisándose los cabellos  desde la frente y las sienes hacia el moño.  

El verano en el que nos ofreció su casa para ver la tele durante la siesta, porque la nuestra, un viejo trasto en blanco y negro, dejó de funcionar, ese fue, para mí, el verano en el que tomé conciencia de su existencia.   Ya entonces me pareció que hablaba sola, incluso que se permitía gesticular como si nadie pudiese reparar en ello, ajena a nuestras miradas y al trasiego de la calle. 

Regresábamos al pueblo cada año a mediados de agosto, el coche atestado de maletas y bolsos, apiñados los cuatro en la parte de atrás esquivando nuestros codazos en silencio.   Y antes de aparcar en la puerta de casa, desde la esquina de la plazuela ya se distinguía su silueta negra a un lado de la calle para darnos la bienvenida y contestar con su retahíla de lamentos a la pregunta de mis padres de “¿Qué tal está, Tía María?”.  

    Vivía en una mínima casa frente a la nuestra, la fachada de piedra,  más baja que las cuadras que parecían querer engullirla por uno y otro lado, su puerta de madera de dos partes y una diminuta ventana como única ventilación.  A la izquierda de ésta, en el lecho de un minúsculo arriate, nacía una parra que se extendía retorcida casi hasta el tejado  siguiendo una guía de alambre.  En el interior una primera estancia que hacía las veces de cocina y comedor, con el suelo de lanchas de pizarra y paredes irregulares encaladas.  Mal iluminada por una bombilla que colgaba del techo de vigas de madera, sin nevera, solo una fresquera en la pared del fondo que la obligaba a vivir al día para no desperdiciar alimentos.  Aunque quien ha sobrevivido al hambre no desperdicia ni las mondas.  Desde ésta se accedía a otra mucho más pequeña en la que se adivinada una cama de madera, un palanganero, su jarro de agua y un orinal debajo del mismo.  Carecía de aseo y agua corriente pero su televisor, también en blanco y negro, y puede que más viejo que el nuestro, nos salvó del tedio de la siesta hasta que mis padres decidieron comprar otro, ya en color.    

Así, sentados en el suelo de pizarra frente a “El coche fantástico” y “Verano Azul”, transcurrieron las siestas.  Y entre miradas fugaces y curiosas descubrí la foto de María y su marido el día de su boda, los dos vestidos de negro, en un mal augurio de lo que la vida les traería poco después.  Las de los hijos que se llevó el hambre que prosiguió a la guerra,  que con el marido muerto en las trincheras a las primeras de cambio pareció torcerse todo en la vida de María.  

Tan torcida como ella misma unos veranos después, que con sus dedos nudosos y afilados como sarmientos volvió a recibirnos con una sonrisa desdentada y el cabello menos recogido, más libre y descuidado.  Ese, el verano en el que por una inmensa curiosidad me atreví a preguntarle su edad sentada en el poyo junto a ella, sin dejar de reparar en las marcas de su piel, en que cada verano nos recibía más escuálida y encorvada.  Ya no eran solo sus manos, sino ella misma cual sarmiento a punto de echar raíces en la lentitud de sus movimientos y explicaciones.  

No puedo decirte muy segura, hija.  Dímelo tú, niña: voy con el año y uno más- fue su explicación. 

_ Pues estamos en 1990, Tía María, y con uno más serán noventa y uno- le dije.

Esos serán.

Y se levantó dejándome sola.  No volví a preguntársela nunca más; el año y uno más.

    Seguimos regresando cada agosto y ella continuó recibiéndonos.  Alegre al vernos, enojada después por las bicicletas que pasaban junto a  su puerta a toda velocidad, enloquecida y zarandeando un palo en mitad de la calle cuando, jugando a picaporte, la chiquillería llamaba a su puerta para después salir corriendo.  Agradecida por la fuente de higos que mi padre le traía de “La Huerta”, satisfecha con el escabeche de peces que mi madre me obligaba a llevarle:

Tenga, que dice mi madre que así no tiene que hacer la cena.

Por entonces, cuando se apostaba bajo la parra con los ojos cerrados disfrutando de un rayo de sol,  no se distinguía un sarmiento de otro: qué era la vid y qué María. 

Apenas dormía, hablaba sola a todas horas y una tarde, sentada en el poyete a mi lado me dijo:

¿Te canto una canción?- Se arrancó sin aguardar mi respuesta-.  “Llora el niño por el pecho y el anciano por la edad.  El prisionero en la cárcel llora por la libertad.  Y yo lloro, porque tú, no me das, muestras de amor”.  ¡Viva la República!- gritó al terminar.

Se llamaba María, le decían “La Remoá” y vivió muchos más años y uno más, sola,  porque la guerra se llevó a los hombres de la casa y, por roja,  fue pelada a trasquilones y paseada medio desnuda, de noche, por las calles del pueblo.   Señalada, marcada de por vida, valiente, trabajadora como ella sola,  lo mismo en  la siega que en las  matanzas,  para hacer dulces, recoger aceitunas, pisar la uva  o  limpiar. 

    Su casa, la de los sarmientos, ya no está,  ahora forma parte de otra más grande y moderna que ha ido engullendo, también, las cuadras que la flanqueaban, parece anclada a su pasado con una parra valiente que apenas levanta cuatro palmos del suelo en el mismo lugar.  

 

 

                                                                                   R. Elena Molano Gil. 



Comentarios

Entradas populares de este blog

Lo que perdimos

Heridas

Microrrelato X