Heridas

 Relato publicado en el libro de "El 27" con motivo de los Sanjuanes 2023.   La violencia de género es una realidad que ha de denunciarse desde el ámbito educativo, político, social y cultural.  Concienciar y educar también es posible desde las letras.  No es amor, es violencia y mata. 

Los personajes y situaciones son ficticios.  Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. 



    Las diez campanadas que marcan la hora consiguen traerla de vuelta.  Sin abrir aún los ojos recordó que a las tres de la madrugada se fumaba un cigarrillo junto al limonero del patio y que después escuchó las cuatro, las cinco, las seis…. Entonces debió quedarse dormida, rendida por el sueño y el agotamiento que alimentan la rabia y el miedo.   

El olor a cerrado disipado por fin entre  las ventanas abiertas.  La calle a la que da gran parte de la casa había ofrecido un intenso ir y venir de gente desde primera hora de la mañana en estos últimos días.  Paisanos, grupos de turistas siguiendo a la chica del paraguas azul turquesa mientras les explicaba los orígenes de la Catedral, operarios del Ayuntamiento que se coordinaban con los encargados de la limpieza, otros que voceaban acerca de la seguridad y el cierre de puertas… y, como no, el numeroso grupo de chicos y chicas que ayer inauguró su peña una puerta más abajo.  Ahora lo recuerda, por eso decidió escabullirse al patio, para que los dos tortolitos sentados en la misma ventana de su cuarto se declararan su amor y otras preocupaciones en absoluta intimidad.   Las cuatro horas dormidas de un tirón resultaron reconfortantes.  Entreabrió los ojos despacio y sintió la tirantez de los puntos sobre el párpado.  Las punzadas como cristales  sobre el costado izquierdo se habían ido transformando en un latido localizado que le permitía respirar sin miedo a resquebrajarse.  Detuvo allí el inventario de daños; era imposible olvidarse de la mandíbula, el codo, del labio…  Hoy tampoco se miraría en el espejo, quizá mañana, o en unos días cuando la imagen que le devuelva no le erice la piel y le revuelva las entrañas.    Comprobó una vez más que la puerta de la calle estaba cerrada con llave.  

 

    Veintitrés de junio y la parte antigua era un hervidero a escasos minutos de las once de la mañana.    Se dirigió a la cocina en la parte trasera, la estancia más alejada del bullicio.   Reconocía el espacio y cada uno de sus objetos, también los recuerdos a los que estaban asociados en una infancia de veranos en Coria en la casa de la abuela, desayunando junto a su hermana Carmen sobre el mantel de hule con el mapa de la Península Ibérica.  Su vaso de cola cao siempre sobre Lisboa, mientras el de su hermana, sentada a su izquierda, se ubicaba sobre Santiago de Compostela.  Las risas, los sueños del mañana y la mirada tierna de la abuela deseándoles, allá donde decidieran vivir, una vida completa y realizada.   La adolescencia y el bullicio de la ciudad dieron al traste con el pueblo.  Dejaron de importar los desayunos en la ventilada cocina, las ciudades del mapa y las siestas a remojo en un enorme barreño de zinc en el patio.   Los estudios, los ligues, la vida universitaria y la ausencia de la abuela de un día para otro, de forma rápida y callada.   La casa cerrada con llave y la promesa de volver uno de estos veranos.  Después el trabajo, los proyectos de vida, la vida rápida porque la ciudad engulle y no da tregua.  Más deprisa para llegar a todo sin disfrutar de nada.  Y la casa cerrada y llena de recuerdos. 

 

    Fue el primer lugar en el que pensó para huir y esconderse.  Supuso que antes intentaría dar con ella en casa de Carmen a pesar de lo distanciadas que estaban desde que comenzó a salir con él.   Las veces que trató de advertirla, tan lúcida una desde la distancia y tan ciega la otra desde dentro.  En el hospital cosieron las heridas, las de fuera, vendaron las magulladuras de los costados y el brazo, reposo para las fisuras,  curaron el labio y demás cortes,  redactaron un parte de lesiones detallado y, con las mismas, condujo mareada y rota hasta Coria.   

La mirada puesta en el retrovisor y apenas en la carretera, un viaje infinito; las ganas de parar y rendirse; que no la encuentre; un corazón latiendo en cada herida, en cada golpe;   más velocidad para ganarle al tiempo; el aire que no llena los pulmones; dolor;  la noche cerrada y la larga puesta para no salirse de la carretera; el ojo cada vez más inflamado;  la herida del labio que sangra de nuevo y gotea, una vez más, sobre la camiseta manchada; el día que clarea;  el deseo de ver la silueta de la catedral en el horizonte;  las lágrimas que nublan la visión y parecen calmar el miedo;  el paisaje cada vez más familiar;  el dolor que crece ganándole el pulso a los calmantes que le dieron hace horas en el hospital;  la salida de la autovía y las primeras calles aún vacías;  la Comisaría de Policía y el último aliento para aparcar el coche y abrir la puerta.  El largo trámite de la denuncia, la promesa de la policía de dar con él y protegerla, el móvil siempre encendido por lo que pueda pasar…  Y la casa inhabitada desde hacía años como el mejor refugio.  La llamada con el aviso de detención a la salida del trabajo no llegó hasta el quinto día después de poner la denuncia.   La noticia le golpeó en el estómago con una náusea contenida de realidad: había acabado todo. 

 

    Deseaba salir a la  calle y mezclarse, pasar desapercibida entre el bullicio.   Conocía la fiesta de San Juan desde pequeña.  Recordaba las calurosas tardes en el balcón y cómo se desgañitaban llamándole “toro, toro”, pendientes de su padre, apurando siempre para entrar por los barrotes que protegían la puerta de la casa.  

Se maquilló con las cuatro cosas que guardó en la bolsa de aseo antes de lograr escaparse.   Cubrió los moratones, disimuló algunos cortes.   Los puntos sobre el párpado eran insalvables.  La melena suelta para cubrir la secuencia de dedos convertida en cardenales en la nuca.  La noche y la iluminación artificial  harían el resto.  El espejo le devolvió una imagen apenas recompuesta.  Pensó en llamar a Carmen y explicarle que sí, que dio el paso definitivo, a un gran coste, pero lo dio, y una vez más pospuso la llamada  porque carecía del valor suficiente para sincerarse con ella y reconocer sus errores.  

  La estrecha calle recogía el ir y venir desde la Plaza de España, las Cuatro Calles, también quienes  bajaban  por la Calle de los Paños y se dirigían a la Catedral.  Una puerta más abajo sonaba música y un numeroso grupo de jóvenes taponaba el paso, saludaban efusivos a otros que se acercaban hasta allí y les invitaban a entrar y beber algo.  Decidió caminar hacia el otro lado y se encontró con una majestuosa Catedral iluminada en la noche oscura y una plaza vibrante en la que confluían diferentes músicas, voces, risas, además del inconfundible aroma que emanaba de las chumberas del Mirador, carnes a la parrilla, algún resto de bebida en el suelo…. Después de seis días encerrada en casa sus sentidos despiertos le proporcionaron un ensimismado paseo por la Calle de la Iglesia hasta la Portona del Carmen.  Deshizo el camino andado hasta el Seminario, giró a la derecha por la Calle Alonso Díaz hasta la Plazuela de San Juan, donde encontró un hervidero de peñas con gente apostada en los barrotes,  sentados  alrededor del brocal del  macetero que acoge el  olivo o apoyados sobre las rejas compartiendo la noche con amigos.  

Descartó continuar hacia la Plaza de España y volvió de nuevo sobre sus pasos hasta la Catedral.   La noche más corta del año, recordó, y recuperó los recuerdos de la infancia, sentada sobre los hombros de su padre para ver la quema del capazo, las leyendas, la magia y los deseos, el solsticio de verano…  Regresó  de sus ensoñaciones al percibir el griterío y algunas personas que pasaban a su lado corriendo.    Avanzó hacia la puerta de casa buscando refugio y quienes corrían lo hacían cada vez más rápido y en sentido contrario,  con una fuerza tal que, de no estar pegada a la pared podrían habérsela llevado por delante.  Instintivamente  cerró los puños en torno a la reja de su cuarto y trepó por ella hasta distanciarse del suelo.  ¿Sería suficiente?  Reparó en la calle vacía, un par de cuerpos fuera de los barrotes de la peña y en cuestión de segundos apareció una masa negra que remató contras los hierros con el consiguiente griterío.  Desde su posición privilegiada observó cómo el animal, cruzado en mitad de la calle, respiraba agitado mientras cabeceaba a uno y otro lado pendiente de movimientos y cites.  Apreció la musculatura, en la que también se distinguía un rastro de  pelaje gris, e intuyó su fuerza.  El final de las astas afilado como un puñal, la cara pequeña en comparación con el resto.    Desde los barrotes alguien comenzó a arrojarle agua.  Después de un tiempo la respiración del animal se fue normalizando y la defensa de la calle por ambos lados pasó a ser su prioridad.  Para entonces la presión con la que se sujetaba a la reja le abrasaba las manos y la postura encorvada para ubicarse lo más alto posible repercutía en sus malogradas costillas.  Sus fuerzas parecían rendirse y maldijo la hora en la que decidió subirse allí.  Le temblaban las piernas.   Un chico joven trataba de llevárselo hacia la Catedral llamando su atención con una sudadera.  Ella, mientras tanto, intentó estirar las piernas y cambiar de postura para encontrarse más cómoda con poco éxito, poniendo en evidencia su cansancio.   El murmullo fue en aumento; la chica de la reja estaba cansada, había que mover el toro, sacarlo de la calle.  Parado justo debajo de ella  le  escuchó bufar y percibió su olor  a estiércol.   En una de las manos notó el escozor de la carne herida, la piel levantada por la rugosidad del hierro áspero, y se abrazó a la reja con los antebrazos,  nerviosa y agotada, con el corazón latiéndole enloquecido.  Resiste, no te rindas…

  Arrancó inesperadamente dejando tras de si un intenso olor a quemado al rematar contra la reja, desbarrando las pezuñas en el cemento.  Necesitó ayuda para bajar, con las piernas entumecidas y las manos desolladas.  Los chicos de la peña fueron los primeros en atenderla y ofrecerse a curarle las heridas.   En cuanto pudo se escabulló discreta hasta su casa.   Se sentó en el patio con la adrenalina aun recorriéndole las venas.  Un latido de dolor en las manos y la piel quemada.  Miró las heridas y, por primera vez en años, se sintió dueña de su propio miedo y de su dolor.  Sin él enfrente provocándolo y mirándola con cara de odio, escupiendo  palabras hirientes que  se transformaban en sal sobre sus heridas.  Por primera vez en años  sus heridas eran valientes y dignas de ser recordadas.  Esperó a que amaneciera y, después de casi tres años sin hablarse,  marcó el teléfono de su hermana 

-       Hola Carmen.  ¿Podemos hablar?... 

 

FIN


                                                    R.  Elena Molano Gil

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