Relato III
Por qué las rosas tienen espinos
Habiendo brotado un rosal en
el muro que rodeaba el jardín de los enamorados, convirtiérase este lugar en el
más admirado en todo el entorno. Esbelta figura la de la planta y raíz
tan fuertemente enterrada que parecía que nada ni nadie podría acabar con tal
imagen de belleza. Aquel brote era de semilla fina pues, por su tallo
liso, aparentemente encerado y dotado de una luz mágica, paseaban coloridos
insectos y tan simpares mariposas, que más que fruto de la tierra parecía obra
del Altísimo Señor.
La flor que manó del rosal estaba
compuesta por decenas de pétalos, perfectamente formados y unidos; vestidos de
brillo y gotas de rocío que semejaban perlas sobre una piel de seda. En
pocas semanas la Flor premió a sus admiradores con la gracia de ver nacer
pequeños capullos a su alrededor, que sin duda eran hijos del amor. ¿De qué amor? De ese que estaba
dormido en el centro de la Tierra y que era necesario exteriorizar en la propia
naturaleza.
Y los días pasaban ensimismados en
tanta perfección; apreciando cada cambio en el rosal, casa suspiro de vida de
la Flor; cómo las pequeñas florecitas que día a día manaban de su tallo se
esforzaban por parecerse a su madre, a aquella Rosa sin rival en el resto del
jardín.
Pero, ocurrió
que estando una de muchas tardes dormitando la Rosa en su propio olor, fue
víctima de la envidia de un mal corazón. Un cuervo que por allí
pasaba, sobrevolando un oscuro atardecer, quedó prendado de la belleza del
fruto y emocionado ante su hallazgo se imaginó favorecido por el vivo color de
uno de aquellos capullos sobre su plumaje negro y apagado. Sin pensarlo más, acercose con cuidado para no ser visto y sobre el vuelo
asió uno con sus garras, aleteando tan fuerte que al poco lo partió. La planta sintió que la muerte la segaba;
tanto dolor que verdaderas lágrimas rompió a llorar. Mil lágrimas lloró; gotas saladas que cual ríos
cayeron por su tallo. Como causa de
penar y sufrir dio a luz mil espinos, desde la raíz hasta la misma Flor.
Siguió
siendo la más hermosa del jardín, con elogios sin igual, aunque, por siempre
jamás marcada. Desde entonces y como
castigo para cualquier animal que ose arrancar alguna de las partes de la flor,
están los espinos, huellas del gran daño que un necio cuervo un día le causó.
(Galardonado con el III Premio en el III Certamen
de Relatos Breves Día de la Mujer de Navalmoral de la Mata).
E. Molano Gil
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