De tripas corazón


    De los fantasmas no se habla porque aquello que no se menciona no existe.  Desde que el viejo patrón fuera enterrado su nombre pasó al más absoluto de los ostracismos.   Sin apenas duelo y la ausencia de mujeres en la familia que guardaran luto por él quedó reducida su partida al otro mundo a  la habitación donde dormía, con todas sus cosas guardadas bajo llave y las ventanas cerradas a cal y canto.    Las primeras noches no hubo un alma que encontrase descanso en la casona;  entre golpes y llantos bañados en alcohol su hijo se despidió de él a su manera,  con un visceral reproche por la falta de afecto, la vida regalada y consentida.   Lleno de odio hacia quien supo hacerse respetar por todos menos por su propio hijo, hacia un padre del que jamás había recibido un beso o una caricia.  Así le despidió: sin afectos y con furia.   
  La cuarta noche, borracho y delirante a partes iguales, rompió el retrato  de su padre que presidía la chimenea del salón de invierno y lloró encogido como un bebé sobre el suelo de madera.  Casi amaneciendo y con la voz ronca de tanto llorar le oyó gritar una sola vez y de un modo desgarrador la palabra madre.  Gabina  presintió que el peculiar duelo había llegado a su fin y, una vez que el señor se hubo dormido y sin esperar a que despuntara el día, se apresuró a recoger los estropicios sin mencionar una palabra sobre los dramas nocturnos de los que había sido una testigo silenciosa y cómplice.  
  Gabina siempre era la primera en ponerse en pie, mucho antes de que llegaran el resto de sirvientas a la casa y los jornaleros se reunieran en las caballerizas con el capataz para repartir las labores del día.   Ocuparse del señor daba más trabajo del que nadie pudiera imaginar, además de las mañas y estrategias para evitarle y  esconderse, procurando no estar sola a lo largo del día en aquella casona del demonio.   Con su analfabetismo a cuestas, como tantas otras mujeres en el pueblo, se había hecho a la vida con soltura.  Los pocos momentos en la escuela cuando era una niña supusieron un regalo que se fue  difuminando antes de darle tiempo a nada, porque la vendimia, el verdeo, la siega, las bellotas, la siembra, lavar en el arroyo o el ganado siempre estuvieron por delante de la amalgama de letras y sonidos que no aprendió a descifrar.    Después le tocó hacerse cargo de la casa para ir viendo partir a sus hermanos uno a uno hacia el matrimonio.  Dos tuvo que enterrar por las fiebres del cólico miserere y otro más que marchó del pueblo a tierras de Castilla y del que años atrás habían recibido una carta sencilla escrita con mala caligrafía afirmando que se encontraba con buena salud y trabajando en Asturias en el carbón.  Sin más detalles ni más explicaciones.  Nada más habían vuelto a saber de él para mal o para bien.   
  Salió de su casa para ir a servir siendo una cría  y dejando a sus padres en el pueblo con el más pequeño de sus hermanos; padres a los que vio los fines de semana cuando la permitieron librar; sin haber conocido hombre ni intenciones para con ella de ninguno de los del pueblo hasta el día de hoy.   Muertos sus padres el hermano se quedó con la casa de éstos sin necesidad de dar más explicaciones a su hermana que la de necesitarla para casarse con una moza de la misma calle, vecinos de toda la vida.  Allí transcurrían de visita los días libres como invitada ajena, y sumamente incómoda, en el que también debiera ser su hogar, por mucho que su cuñada le abriera las puertas de par en par y su hermano la despidiera los lunes bien temprano con un “hasta que vuelvas” cada vez menos afectuoso.    Trabajar para los señores le permitía juntar siempre unas pobres monedas a fin de mes que no compensaban ni de lejos las humillaciones o el agotamiento.  Guardaba sus ínfimos ahorros con desesperación, pues no encontraba al contarlos y recontarlos la cantidad suficiente para poner tierra de por medio y dedicarse a otra cosa.  Sin saber leer ni escribir y sin una casa propia en la que dar con su cuerpo extenuado por el trabajo,  nada mejor podía esperar de la vida que seguir viviendo bajo el mismo techo que aquel patrono  despreciable y malcriado.  Acostumbrado, no a la buena vida, sino a una repleta de excesos y regalada.        
    Con treinta y tres años cumplidos y huérfano de padre y madre, el señorito, como era conocido en el pueblo,  asumió su nueva situación de señor de las tierras sumando a su despotismo particular el carácter exigente de su progenitor y apenas puso un pie fuera de la casa dejó claro quién mandaba y hasta dónde, sin límites ni consideraciones.   Empezó haciéndose llamar de don y obligando a que los obreros se  descubrieran e inclinaran la cabeza a su paso, como acostumbraban  a hacer con su padre.    Para Gabina, única sirvienta que hacía noche en la casa, el infierno tenía cuerpo de hombre y miradas lascivas, encerronas de las que conseguía salir indemne porque durante el día siempre había otras sirvientas en la casa y evitaba encontrarse a solas con él.  Y por las noches procuraba  cumplir con lo suyo lo antes posible para retirarse a su cuarto y cerrar la puerta con llave, temerosa de lo que inevitablemente estaba por venir.  
    Vestido con un impecable traje de paño y repeinado el cabello negro hacia atrás,  estaba sentado en su despacho esperando la visita de su nuevo y fiel compañero de astucias,   un primo segundo por parte de padre, con quien mantenía una relación más empresarial que familiar.   Esperaba a media luz, con las pesadas cortinas de terciopelo morado corridas, la puerta cerrada e iluminado el cuarto con varios candelabros de plata.  Sobre el ostentoso escritorio un mapa de las tierras, el tintero y la pluma con la que había ido señalando distintas parcelas.  
  Llenaba el espacio con su presencia: casi un metro noventa, un cuerpo sobrado de kilos y su particular cara de pocos amigos.  Los mismos ojos oscuros como un pozo de su madre.   La mandíbula inferior prominente le infligía un aire feroz afeándole la sonrisa, que nunca parecía sincera además de ser escasa, voz profunda y lenguaje mordaz.  La cabeza siempre altiva y más bien poca agilidad.   Mejor dicho, la justa para subir y bajar de su caballo.  
Le recibió con una caja de puros y, pese a no ser ni las once de la mañana, con un par de copas en las que había vertido dos dedos de coñac.  Presurosos brindaron por la prosperidad de sus pujantes negocios y permanecieron encerrados en el lujoso despacho hasta la hora de comer.    Incluso durante la tarde no dejaron de ultimar gestiones, a veces levantando la voz, otras entre risas y camaraderías que llegaban entrecortadas a los oídos de las mujeres que se afanaban en los quehaceres diarios.    
  Despidió a su primo en la puerta de la casa, ya oscurecida la tarde y sintiendo el viento gélido de finales de noviembre cortándole la cara.   Le vio alejarse en la desapacible noche con su habitual gesto arrogante, de hombre poderoso que no teme a nada.  Y se fue hasta las cocinas a buscar al servicio para pedir que la cena se la llevaran a su despacho, donde tenía previsto seguir trabajando, estudiando el mapa de las tierras hasta aprenderse cada una de la parcelas, manantíos, arroyos y lindes.   Que cuando el diablo no sabe qué hacer…
  Entró tan despacio, sin hacerse notar, que Gabina no fue consciente de que estaba siendo observada hasta un buen rato después.    Encorvada sobre la mesa trabajaba en la masa de pan  que por la mañana, ella misma, se encargaría de meter en el horno de leña con el que contaban en la casa.   Como era poco el que se consumía, no tenía por costumbre hacer grandes cantidades, sino que era del gusto de su señor comer pan reciente cada dos días.   
La cocina, el espacio de la casa más acogedor cuando llegaban aquellas fechas, con los fogones de leña siempre encendidos y una temperatura  con la que sobraba el abrigo, tenía una estructura alargada y colmada amplitud.  En un frontal una línea de tres fogones de hierro a los que nunca les faltaba la leña ni se dejaban apagar de un día para otro, dos pilas de piedra en las que lavar las verduras y fregar la vajilla y trastos de cocinar y un horno de leña más bien pequeño, pero suficiente como para sacar una buena hornada de pan de una vez o asar un par de cabritos.  Al otro lado aparadores y estanterías recogían los utensilios de mayor uso.  En el centro una amplia mesa de trabajo, donde Gabina lo mismo masaba el pan que ponía al orden las gallinas, conejos, cochinillos, perdices y demás exquisiteces que su señor podía permitirse.  En un lateral una chimenea que se encendía todos los días del año y donde siempre había un caldero con agua caliente colgando de las llares, bien para lavar ropas, preparar un baño o adelantar el hervor del puchero de garbanzos que cada  día comían los sirvientes de la casa.  Aunque llamarle puchero sería desmedido, pues no eran más que unos garbanzos cocidos con tocino añejo, y si había suerte, alguna patata de las que empezaban a retoñecer y era mejor gastarlas.   Excepto Gabina, todas las demás mujeres que trabajaban allí tenían prohibido acceder a la despensa y la bodega, a la que se bajaba desde la cocina por unas escaleras estrechas y resbaladizas por la humedad que se desprendía debajo de la casa.  
  Bien iluminada entre candiles que colgaban de las paredes y dos palmatorias de velas generosas sobre la mesa, empujaba la masa con los puños con una soltura extraordinaria y la volteaba entre las palmas de las manos mezclando de nuevo todos los ingredientes en la fuente de barro vidriado.  Las mangas de la  camisa gris  arremangadas por encima de los codos, restos de harina en los brazos y en la cara,  las mejillas sonrosadas por la agradable temperatura y el trajín de revolver la mezcla.    A sus casi treinta años seguía soltera y sin esperanza alguna de encontrar marido, resignada a vivir interna, ahorrando el jornal que ganaba con la quimera de juntar algún día lo suficiente como para comprarse la suya propia y permitirse envejecer en ella cultivando su huerto y disfrutando de la dicha de no rendir cuentas a nadie ni atender caprichos.  Destilaba salud y vitalidad con el vaivén de su cuerpo sobre la mesa, brillante la piel sudorosa del escote, los senos bailando dentro de la camisa.   Él la observaba relamiéndose los labios, ansioso por meter las manos bajo la ropa y oprimirle los pechos, tantear bajo la falda, disfrutarla sin contemplaciones  ni afectos por el mero hecho de ser mujer y estar allí a su servicio.
  Gabina notó su presencia en el momento en el que él se llevaba la mano derecha al cierre del pantalón y dejaba escapar un gruñido de placer.  Asustada retrocedió unos pasos contra los fogones, con las manos manchadas de masa de pan y temblándole las piernas. 
-       ¿Qué se le ofrece, señor?- preguntó nerviosa intentando mantener la distancia. 
Le observó quieto en el quicio de la puerta, vestido con su traje de impecable paño negro de tres piezas, la camisa blanca y la mano dentro del pantalón acariciándose.  La mirada cargada de  lascivia, la mandíbula sobresaliendo con la boca entreabierta ayudándose a respirar, agitado, voraz.  La estaba acechando como un depredador a su presa.  Entonces fue consciente de sus pechos marcados sin el pañuelo que solía cruzarse sobre ellos atado a la espalda y se tapó con los brazos en actitud prudente, tratando en vano de seguir retrocediendo, acorralada contra el calor de la cocina y el silencio a esas horas de la noche.  
-       Hoy no estoy de muy buen humor, así que he pensado que tal vez me alegre tomar el postre antes que la cena- habló él entrecortado por la excitación del manoseo  y la visión de Gabina aún más arrebolada, aunque ahora por el pánico-.  Ponte sobre la mesa a trabajar  como estabas haciendo antes- ordenó autoritario.
-       Señor, yo…, tal vez debería marcharme a mi cuarto…- intentó razonar la mujer sin levantar la vista del suelo.
-       ¡A la mesa!- ordenó de nuevo subiendo el tono de voz.  
Las lágrimas asomaron a sus ojos y arrastrando los pies volvió hasta la fuente de barro donde reposaba la mezcla sin fermentar aún.  Clavó los puños en la masa y agachó la cabeza cuando lo sintió a su espalda levantándole la falda.  Tembló de pánico, refrenando el impulso de gritar, de no dejarse hacer, de forcejear para intentar escapar de la casa y perderse en la noche en mitad del campo; no volver jamás.  Pero un instante después el peso de él sobre su espalda la aprisionó contra la mesa, una mano grande apretándole los pechos hasta dolerle y la otra buscando entre sus piernas.  La penetró bruscamente, gruñendo por encima de los quejidos de dolor que ella ahogaba entre lágrimas.  Embistió rápido y con fuerza, sosteniéndola contra la mesa porque las piernas le fallaban, escupiéndole al oído palabras soeces y  aterradoras amenazas.  Gabina notó el olor de su propia sangre, el daño de sentirse desgarrada ante la dureza que el hombre estaba ejerciendo contra ella, salvaje, como había visto hacerlo alguna vez a los cerdos.  Varios empujones después se dejó caer aplastándola, con un berrido de animal y el estremecimiento del orgasmo al vaciarse dentro de ella, ajeno a las lágrimas que empapaban la camisa de su sirvienta y a la desagradable mezcla de sudor y sangre que impregnaba la cocina.   La dejó postrada sobre la mesa, sin fuerzas para moverse, creyendo que de intentar sostenerse se partiría en dos justo por donde acababa de ser violada e incapaz de controlar las últimas lágrimas indecisas que sus ojos enrojecidos dejaban escapar.   Llorar no serviría de nada, solo escaparía de la tortura que estaba por venir  si echaba a correr lo más  lejos posible de allí.  Se exigió a sí misma no derramar una sola lágrima y caminó hasta su cuarto cargada con un puchero de agua tibia.   Se limpió con paños húmedos hasta borrar los restos dejados por el amo.  Una vez vestida y peinada se miró de nuevo en el pequeño espejo sobre el palanganero de agua sanguinolenta.

-       Gabina, a hacer de tripas corazón y a sacar el día p´alante-  y el espejo le devolvió una imagen deformada y llorosa de lo que había sido una mujer hasta hacía poco. 


R. Elena Molano Gil.
(Propiedad Intelectual Registrada)

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