1874 (Encinas)

  Ningún día es bueno para jugar a las despedidas, más  cuando sabes que  echarás de menos.   Qué felices los días de detalles y sorpresas (eso que solo tú y yo sabemos).  Olor a buñuelos.  Las tardes de musas.  Las noches en vela porque brotan las ideas.  Los lunes literarios.  Abril, que en nada dejará paso a mayo.   Los proyectos que buscan su camino.  Aquí os dejo un retazo... que yo seguiré hilando vidas y personajes, buscando el momento, soñándolo paso a paso.


                                                                                  1874

    Aquel primero de septiembre de 1874 amaneció entre nieblas.  Y así habría de persistir hasta mediados de mes en un intento de simular que La Mimbre fuese un pueblo fantasma envuelto en brumas, olor a uva fermentada y a higos maduros.
  La última cuadrilla de corcheros partiría esa misma mañana llevándose los restos de los descorches y sus aparejos, como si presagiaran la humedad de la bruma y la velada luz que se había apoderado de los campos de encinas, alcornoques y robles. Tras de sí quedaban los troncos anaranjados, el silencio de los alcornocales y más de un corazón apenado, cuando no alguna que otra sorpresa que habría de desvelarse, a mucho tardar, en nueve meses.  
  Las labores de saca finalizaron en la primera semana de agosto, después de una campaña extraordinaria de toneladas y toneladas de excelente corcha que regularmente fueron enviadas a la frontera con Portugal bajo la atenta supervisión de don Alonso Vallejo, el hombre más rico de La Mimbre, propietario de gran parte de los campos y del ganado.  Y proporcionalmente a su riqueza, poseedor y destinatario del desprecio de sus trabajadores y vecinos, temido y repudiado a partes iguales por su arrogancia y malas artes en la vida, en los negocios y en todo aquello que no fuese su acomodada existencia llena de privilegios.  En esta ocasión, y con sus dotes de persuasión y convicción, había logrado que una de las cuadrillas permaneciera en su finca durante todo agosto acondicionando los árboles de su propiedad, y los de nuevas tierras recientemente adquiridas en arriendo, para la próxima saca e incluso plantando otros nuevos con los que rentabilizar su latifundio.  Y como no podía ser de otra manera, aprovechó sus condiciones de gente humilde y las ganas de llevarse un extra, su fuerza y manos rudas, para que reparasen establos, lindes de piedra y el camino de acceso a su casa en la dehesa El Merino.
  Mientras, su hijo Alonsín, pavoneándose a caballo, hacía gala del mal carácter heredado de su padre, tirano y vividor, y de las pocas luces heredadas de la madre, a quien don Alonso desposó no por amor, sino por dote.  Aurora Canal murió el día que dio a luz a su hijo, desecho su menudo cuerpo por un parto para el que no estaba preparado, entre temblores de pánico porque nadie le dijo que traer hijos al mundo fuese doloroso como partirse en dos y lento como una marcha fúnebre.  Desde ese mismo día comenzó para un joven y viudo Alonso Vallejo todo un periplo de faldas y encajes sin otro fin que su mera satisfacción.  Para su hijo, un desfile de nodrizas y cuidadoras que no hicieron sino mimarle y consentirle en demasía, contribuyendo así a la creación de un ser sin escrúpulos y envidioso, a pesar de tener una gran fortuna y una pequeña parte del mundo en sus manos, que habrían sido más que suficientes para hacer feliz a cualquiera de los mortales.  Que dicho sea de paso, no disfrutaban de unas vidas tan sobradas y gustosas como las de los Vallejo, teniendo en cuenta que una parte importante de ellos trabajaban como asalariados en sus campos, cuidando de sus dehesas y del ganado, de los olivares y de los campos de siembra.  Así como las mujeres de La Mimbre que acudían a la merina, apodo con el que se referían en el pueblo a la enorme casa donde padre e hijo desarrollaban sus licenciosas vidas, y que, con más horas y esfuerzo que lo que realmente percibían por ello, mantenían decorosa y en estado de habitabilidad desde el alba hasta bien entrada la noche según las imprevisibles demandas de ambos.
  Pero como la felicidad no siempre va pareja a los excesos y la opulencia y el ser humano tiene por costumbre aprender a vivir con lo que tiene y a soñar con lo que nunca podrá tener, algo más de un centenar de familias en La Mimbre, como en el resto de España por estas convulsas fechas, vivían contentándose en su lucha diaria por salir adelante, encontrando alicientes en cada amanecer y una nueva jornada de trabajo, en el inicio de cada nueva estación y las labores del campo que ésta acarreaba, en la llegada de nuevos hijos, en las desgracias del vecino y el temor a ser el siguiente en padecerlas, en la muerte, ésta sin distinciones de clases y edades y en las no pocas ocasiones a lo largo del año en las que algo que celebrar les tornaba en iguales por unas horas ante las ganas de risas y bailes o de levantar el vaso y gritar un viva (normalmente a algún santo o virgen, incluso al cura, al Alcalde o, como los más atrevidos, a la República recientemente vencida, por todo lo que hubiese supuesto más que por lo que había llegado a suponer).
  Las vidas ajustadas y las muchas carencias daban para pocos excesos y sí para apacibles momentos en torno a las chimeneas donde combatir las largas y frías noches de invierno o a buscar bajo las mantas el calor de los cuerpos arrimados guareciéndose entre las ganas y el deseo.  Y para algo más en el verano y buen tiempo, más dados a compartir, sentados a las puertas de sus casas, entre familiares y vecinos, dándose a la charla de esto y aquello, de chismes y habladurías mientras la chiquillería y sus gritos ganaban en contundencia al constante fondo musical de grillos y ranas.  Éstas, las ranas, abundantes en el pueblo por su riqueza en arroyos, fuentes y manantiales que parecían brotar de un día para toro desde cualquier esquina, bajo los umbrales de las casas, debajo de las camas o en forma de humedades que descascarillaban las paredes encaladas y convertía las bodegas en los lugares más frescos y sofocantes de las casas.  Además de sus calles, donde el soniquete del agua corriendo por las regueras envolvía a La Mimbre en una musicalidad natural y agradablemente adormecedora.

 Como muchos de los pueblos de la alta Extremadura estaba lleno de naturaleza.  Un combate que podía apreciarse si uno tenía la paciencia de sentarse a comprobarlo, entre pestañeo y pestañeo, cómo un nuevo zarzal invadía una calleja, una jara en mitad del camino, una linde de huerto que se extiende entre las retamas amarillas para dejarse invadir de nuevo por helechos y brezo antes de que la piedra envejeciera con las primeras lluvias.  En la sierra en la que se agazapaban sus casas reinaban encinas y alcornoques, robles, pinos, todos en lucha por afianzar sus raíces defendiendo una estadía de tiempos lejanos.  A los pies, las viñas y huertos se repartían el terreno en parcelas geométricas que cambiaban de color y espesura dependiendo de la época del año.  Los olivares salpicados aquí y allá se mostraban centenarios y cuidados con mimo, respondiendo con abundancia de fruto a la pulcritud de podas y limpiezas.  Pero aunque pudiera parecer un lugar idílico y lo más parecido a un paraíso natural el trabajo en sus campos devolvía a los habitantes a la realidad con unos veranos de días largos y tórridos a la espera de la llegada del invierno cruel de las heladas que paralizaban el agua de las regueras y quebrantaban el fluir de las fuentes y caños.
    Aquel verano no hubo excepción sino todo lo contrario.  El calor de junio se sumó al de julio sin darle tregua a agosto.  Las algas invadieron incluso los abrevaderos de las bestias y a intervalos durante el día, los pájaros parecían emigrar sumiendo a todos en un silencio tétrico que solo las chicharras rompían empeorando la sensación de falta de aire.  Los higos maduraron ininterrumpidamente, las sandías y melones, los frutos de las huertas…, obligando a comérselos a diario o resignarse a servir de alimento a los cerdos y bestias.  Por lo que poco después de mediado agosto, haciendo gala de una sabiduría imposible, los más mayores rumiaban en corros la conveniencia de adelantar la recogida de la uva estando ésta ya madura y a punto de ser devorada por los insectos que proliferaban de una día para otro.  Cierto era que nunca hubo una vendimia tan temprana, pero las temperaturas de aquel verano con un sol abrasador desde el alba hasta el atardecer, hicieron que los gajos alcanzaran el color azulado antes de los previsto vistiendo las viñas de un colorido y un aroma embriagador para abejas, avispas, moscas, mosquitos…, ebrios por alcanzar las frutas resplandecientes y arrechas.
  Unos diez días después y a pesar de la inusitada situación, la cosecha estaba vendimiada, la uva había sido pisada y el nuevo caldo cocía en tinajas al frescor de las bodegas, bajo la atenta supervisión de los hombres, mecido cada dos o tres días para que la madre se acoplara en el hondón y cruzando los dedos para que el trasiego no llegara antes de los días más fríos de diciembre.

R. Elena Molano Gil.
(Propiedad Intelectual Registrada)

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