Diarios fugaces: "La casa de los espíritus"


   

    ¿Dónde esconderá las tabletas de chocolate?  Tardamos años en descubrirlo, justo los que se tomó hasta alcanzar la confianza suficiente como para dejarnos ir solos al baño.  Allí, justo antes de entrar, en una “cantaera” encalada, tras una cortina de tela de cuadros vichy se nos apareció el mayor de los tesoros: las tabletas de chocolate con almendras con las que solía endulzarnos las forzadas visitas tras los pasos de mi madre.   

  No recuerdo haberla visto con ropa que no fuera de color negro.  Siempre me pareció que ya era mayor, ligeramente encorvada hacia delante, ¿o son imaginaciones mías?  El pelo blanco y unas ojeras que le imprimían una mayor seriedad a su carácter, ya de por sí esquivo, con tendencia a las regañinas y las prohibiciones.  Más allá del baño era territorio inexplorable, excepto las escaleras que nacían a la izquierda y daban acceso a la segunda planta: un doble de madera y adobe sembrado de habitaciones vacías y recovecos por el que solo podíamos pasar para salir al balcón.  Durante mucho tiempo ese fue el mayor de los privilegios de una casa que, ahora vacía, nunca dejará de personificar los espíritus de quienes en ella vivieron.  
  La primera en irse fue “la abuela”, la madre de ella.   Dicen que gastaba mal genio y que al casar con un viudo, nunca quiso a la hijastra, sino a la hija que él le dio.  De esa hijastra desciendo yo.   Después se fue el marido y el largo pasillo poblado de aspidistras, ya de por sí secreto,  tornó en siniestro y sin vida.  Apagó la televisión por años, estigmatizó el luto hasta el alma y lloró su ausencia sin medida.  Con la muerte de ella nació un desconchón en la fachada, se  cerró la puerta con llave y tardamos años en volver a entrar.   Pero lo hicimos llenándola de luz abriendo postigos y la puerta del corral. 
  Lo conservo envuelto en un paño de lino y paso las hojas con  sumo cuidado por culpa de su aparente fragilidad.  Está escrito a plumilla, con una caligrafía de entonces que por momentos me cuesta descifrar.  Lo encontré en una de esas habitaciones de la segunda planta, tirado en el suelo detrás de un amasijo de trastos inservibles.  Irreconocibles también.  Un cuaderno en el que alguien se tomó la molestia de anotar escrupulosamente los encargos de sastrería que sus clientes le hacían allá por 1873, la cuenta de los ganados y las tierras, lo que se debe y el haber: “Don Julián Hurtado un gabán de chinchilla, un corte de pantalón, tartán para la capa, echuras de capa y pantalón, echuras yabios de una capa”.  Así, escrito como se dice en extremeño, de corrido y enlazado.   No debía de ser poca cosa porque, en adelanto, este Don Julián se presentó con un cerdo de 15 arrobas y 9 libras y tres cuartillos de trigo.  
Hoy, la casa me parece más llena aún de espíritus y a un improbable genio de la lámpara le pediría cambiar el tesoro de las tabletas de chocolate por una tarde con ella  descifrando los nombres que aparecen en este legajo, quién daba las puntadas y hacía las “echuras yabios”.  
  Ya.  Antes de que sus hojas se acaben deshaciendo entre mis dedos y sean un espíritu más. 


R. Elena Molano Gil. 

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