Renglones torcidos

     Relato finalista en el VI Premi Litarari Badiu de les Letras 2022.   


    La torpeza mutua, dejada atrás en los primeros encuentros, había dado paso a una necesidad poderosa que les urgía a la avidez.   Un deseo compartido capaz de demoler cualquier nuevo inconveniente que surgiera entre ellos.  Pese a  todo ahí estaban ella y él y a los ojos de la sociedad, y sus juicios lapidarios,  las puertas del infierno abiertas de par en par para recibirlos.  Renglones torcidos abandonados de la mano de su dios.    ¿Qué importa lo que tenga que venir?   Un escalofrío de placer evocó los recuerdos de Van Gogh y una noche lluviosa…

    

Los días de  lluvia  abarrotaban de gente el transporte público.  El único asiento libre en todo el autobús era el que estaba a su lado.  Se sacudió las gotas de lluvia del abrigo antes de quitárselo y sentarse, le dedicó una sonrisa de cortesía y observó el aguacero que golpeaba la cristalera y convertía las gotas de agua en pequeños hilos que distorsionaban las luces de la ciudad.  Subió el volumen de sus auriculares y dejó que el allegro de el “Farnace” de Vivaldi la envolviera mientras repasaba el folleto de la exposición.  “Clara Peeters ( Amberes 1590-1621), pintora flamenca precursora del bodegón o naturaleza muerta en los Países Bajos…”.   Fue entonces cuando él captó toda su atención por primera vez.  Observaba a través de la cristalera, aparentemente distraído, mientras con los dedos jugueteaba a tocar el piano sobre su rodilla, con gestos casi imperceptibles, siguiendo la partitura de Vivaldi que la aislaba del resto del mundo.    El modo aleatorio de su reproductor eligió  la “Suite nº 3” de Bach y de nuevo sus dedos se emplearon, ahora con mayor nitidez, en recrear las notas.  Pensó en bajar el volumen de los auriculares, pero se sintió hipnotizada por sus manos y por el perfume que emanaba y no había identificado hasta entonces: madera, incienso, musgo.

  Le deseaba con absoluta determinación.  Estaba enamorada contra todo pronóstico, consciente de las dificultades, del riesgo y el juicio al que serían sometidos de ser descubiertos.  Y él la admiraba.  Admiraba su inteligencia y valor, su belleza cotidiana, 

la lucidez de sus pensamientos y juicios y la naturalidad con la que le provocaba los sentimientos más encontrados y a la vez reconfortantes que había experimentado en su vida.  

    Veinte minutos después sabían que se dirigían a la exposición de la pintora flamenca a la que admiraban; que él tocaba el piano desde niño, que ella amaba la música clásica; que no entendían por qué, pero no podían dejar de mirarse; que sonreían como críos sin poder ni querer evitarlo; que sin decirlo percibían la necesidad de tocarse.  Que era demasiado pronto para contarse los miedos, lo que se calla para evitar el desastre.   Cuando se bajaron del autobús una cortina de agua les dio la bienvenida y cobijados en el paraguas de ella, estampado con “La noche estrellada” de Van Gogh, caminaron hacia el museo.  Unas semanas más tarde la intransigencia de sus sentimientos les sorprendió como el allegro de una sinfonía.  Vinieron los encuentros  para un café, paseos al oscurecer, las prisas por encontrarse después de misa de doce,  confesiones obligadas.  Las risas, las lágrimas, la embriaguez de la primera vez, la culpa.  Se sorprendían al día siguiente ardiendo, deseando besarse.  La lucha perdida entre la fe y el amor: el cansancio de luchar contra ella o contra su dios.    

    Sobre la mesa la carta de renuncia dirigida a su superior, la inevitable decisión a la que se condenó la tarde lluviosa en que se conocieron.    Mientras se vestían el olor de ambos se averiguaba incrustado en la sacristía prevaleciendo al de cirios y naftalina.  Y la cuenta de los alzacuellos extraviados no evidenciaba sus encuentros, sino la absurda paradoja de amar y ser amado o vivir bajo la ley de Dios. 


                                                                                                    

                                                                                                                           R. Elena Molano Gil. 


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