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Lectura para un 23 de abril, Día del Libro.  A quien ha servido de inspiración, a quien ayudó con su experiencia vital a hilvanar las frases que componen este relato. 


     Los olivares verdeaban entre gotas relucientes de rocío y la humareda limpia de las lumbres encendidas para paliar los fríos de la mañana gateaba entre los árboles dibujando espirales ascendentes.    El tamborileo de la vara contra las ramas acompañaba las voces de las mujeres que, en cuclillas sobre la tierra, recogían  las aceitunas en el mandil o en el vuelo de la falda para vaciarlo una vez lleno en las banastas de mimbre, donde los críos retiraban las hojas y hierbajos o las que estaban machacadas.  Todo un trabajo en cadena que mantenía ocupadas a las mujeres y los hijos hasta tal punto que las escuelas se cerraban desde mediados de octubre hasta algo más de mes y medio después.  Puesto que la mayoría de los hombres trabajaba en las dehesas, y muy pocos en sus propios campos, eran forzosamente las mujeres las que se encargaban de la recogida sin despreciar ningún tipo de ayuda, que aunque se tratase de manos pequeñas también tenían asignadas sus funciones.  

Don Eliseo Solaz escuchaba a sus alumnos repetir la misma cantinela en cuanto iniciaban los primeros fríos del otoño y con gran resignación, qué otro remedio, les veía ausentarse progresivamente de sus pupitres hasta quedarse solo sentado tras su mesa. 

-       Mire usted, don Eliseo, que mañana tengo que ir a los olivares, que dice padre que allí hago falta- iban repitiendo uno por uno-.  Que si eso seguimos con las tablas cuando hayamos “acabao” con las de verdeo- y no volvía a ver al niño o a la niña en cuestión antes de dos meses.

 

  La primera vez, recién llegado desde Madrid, se esforzó en hablar con los padres para hacerles comprender que sus hijos aprenderían mucho más asistiendo a sus clases que no cogiendo aceitunas.   Que en las lecturas, el cálculo, la geometría o la historia acertarían a encontrarse y convertirse en hombres de pensamiento y criterios firmes.  Pero lo cierto es que nada consiguió con su insistente perorata, porque nada de lo que recogían los libros les garantizaba la cena al llegar a casa después de trabajar, ni el pago de los arriendos o el engorde de los cerdos para la matanza.   La recogida de la aceituna era un pilar importante de la economía familiar, un alimento indispensable, auténtico oro líquido.  

  El primer día, después de que todos sus alumnos justificaran su ausencia casi indefinida, se presentó en las escuelas a la misma hora de siempre, con las brasas que se traía de su casa en una vieja lata, para encender el brasero de picón y caldear así la habitación.  Empleó la mañana en hacer anotaciones, repasar lecturas de sus estudios, elaborar nuevos dictados y ejercicios de cálculo.  

Regresó a casa a la hora habitual sin encontrarse un alma en el trayecto.  Al día siguiente, de nuevo puntual, se sentó en su mesa y repasó los mapas geográficos, ordenó los libros de la pequeña biblioteca y resignado a cumplir con su horario destinó el resto de la mañana a limpiar el encerado y los pupitres, barrer el suelo e incluso deshacerse de las telarañas que invadían el trastero atiborrado de sillas desvencijadas que no encontraban otro destino mejor que el de acumular polvo.  De vuelta a su casa, malhumorado, encontró las calles de La Mimbre tan solitarias como el día anterior.  El tercer día, sin otra motivación que su gran sentido de la responsabilidad, abrió las escuelas y al contemplar una jornada más los pupitres vacíos desistió de su vana perseverancia.   Escribió en la pizarra con una caligrafía modélica “Nos vemos después del verdeo” y cerró la puerta tras de sí con la seguridad de no volver al día siguiente.   Deshizo el camino hasta su casa, siguió bordeando las callejas que rodeaban el pueblo hasta el camino de la  Estaca.  Desde allí, mucho más relajado y disfrutando del paseo en una agradable y fresca mañana de otoño, continuó hasta el paraje de las Huertas de Casa Vieja, donde se concentraban la mayor parte de los pequeños olivares.  

 

  Atisbó las espirales de humo entre las copas centelleantes de los olivos antes de girar el último recodo del camino; reconoció a algunas de las criaturas que casi introducían medio cuerpo en las enormes banastas para limpiar el fruto de impurezas y sin querer acercarse demasiado, por no llamar la atención, disfrutó en silencio de la maravillosa estampa que se desarrollaba frente a él.   Un hombre vareaba las ramas haciendo que las aceitunas cayeran saltarinas sobre la tierra allanada.  Más allá, dos de sus alumnos ordeñaban un  olivo dejando caer los frutos en cestas que les colgaban del cuello sobre el pecho.  Mujeres, niñas, jóvenes; aquí y allá estaban los olivares salpicados de afanados obreros que se calentaban las manos con las piedras que rodeaban las lumbres, pasándoselas unos a otros,  y entonaban canciones cuyos estribillos repetían hasta los chiquillos.

 

Madre yo quiero un novio aceitunero, aceitunero,

que dándole  a la vara, tiene salero, tiene salero. 

Cuando me mira madre, yo me quiero morir,

madre yo quiero un novio aceitunero,

que aceitunero me gusta a mí.

 

  Escuchó con atención la estrofa entonada por dos mujeres de voces potentes y bien afinadas que sin dejar de hacer lo suyo se miraban sonrientes mientras cantaban.   Después un coro de voces jóvenes respondió con soltura e igual afinación:

Dale a la vara…, 

dale bien que las verdes son las más caras, 

y las negras pa´ti, tipití, tipití, tipití.

 

  Siguieron varias estrofas más rematadas con el mismo estribillo de vocecillas cantarinas, embelesado y consciente del motivo tan vital y de raigambre por el que su escuela estaba vacía y seguiría estando en años sucesivos por aquellas fechas.  Unas horas después regresó a casa tarareando  el estribillo, con el propósito de convencer a Eugenia de la indiscutible necesidad de comprar unos olivos, porque no formar parte de las costumbres del aquel extraordinario lugar sería imperdonable.  Estaba enamorado de La Mimbre, del tiempo y del espacio al que el destino había tenido la dicha de conducirle. Amaba ese pequeño pueblo perdido en medio de una naturaleza profusa tanto como a su trabajo vocacional de formar a los futuros conquistadores de aquellas tierras extremas, nunca mejor dicho.   Veía en ellos las mujeres y hombres que lucharían por las igualdades, que seguirían construyendo  día a día un árbol generacional infinito e insólito y siempre apegados a sus  costumbres.   Con los pies en la tierra, sin grandes aires de grandeza salvo cuatro o cinco excepciones.  Se guiaban por la más práctica de las filosofías desde que el hombre existiera: vivir la vida que les esperaba, y no otra, con todos los recursos a su alcance.  

  Algo más de un centenar de familias en La Mimbre, como en el resto de España por estas convulsas fechas de 1874, vivían contentándose en su lucha diaria por salir adelante, encontrando

 alicientes en cada amanecer y una nueva jornada de trabajo, en el inicio de cada nueva estación y las labores del campo que ésta acarreaba, en la llegada de nuevos hijos, en las desgracias del vecino y el temor a ser el siguiente en padecerlas, en la muerte, ésta sin distinciones de clases y edades y en las no pocas ocasiones a lo largo del año en las que algo que celebrar les tornaba en iguales por unas horas ante las ganas de risas y bailes o de levantar el vaso y gritar un viva (normalmente a algún santo o virgen, incluso al cura o al Alcalde).

  Las vidas ajustadas y las muchas carencias daban para pocos excesos y sí para apacibles momentos en torno a las chimeneas donde combatir las largas y frías noches de invierno o a buscar bajo las mantas el calor de los cuerpos arrimados guareciéndose entre las ganas y el deseo.  Y para algo más en el verano y buen tiempo, más dados a compartir, sentados a las puertas de sus casas, entre familiares y vecinos, dándose a la charla de esto y aquello, de chismes y habladurías mientras la chiquillería y sus gritos ganaban en contundencia al constante fondo musical de grillos y ranas.  Éstas, las ranas, abundantes en el pueblo por su riqueza en arroyos, fuentes y manantiales que parecían brotar de un día para otro desde cualquier esquina, bajo los umbrales de las casas, debajo de las camas o en forma de humedades que descascarillaban las paredes encaladas y convertían las bodegas en los lugares más frescos y sofocantes de las casas. Además de sus calles, donde el soniquete del agua corriendo por las regueras envolvía a La Mimbre en una musicalidad natural y agradablemente adormecedora.

 

  Como otros muchos pueblos  éste estaba lleno de naturaleza.  Un combate que podía apreciarse si uno tenía la paciencia de sentarse a comprobar, entre pestañeo y pestañeo, cómo un nuevo zarzal invadía una calleja, una jara en mitad del camino, una linde de huerto que se extendía entre las retamas amarillas para dejarse invadir de nuevo por helechos y brezos antes de que la piedra envejeciera con las primeras lluvias.  

En la sierra en la que se agazapaban sus casas reinaban encinas y alcornoques, robles, pinos, todos en lucha por afianzar sus raíces defendiendo una estadía de tiempos lejanos.  A los pies, las viñas y huertos se repartían el terreno en parcelas geométricas que cambiaban de color y espesura dependiendo de la época del año.  Los olivares salpicados aquí y allá se mostraban centenarios y cuidados con mimo, respondiendo con abundancia de fruto a la pulcritud de podas y limpiezas. 

 Pero aunque pudiera parecer un lugar idílico y lo más parecido a un paraíso natural el trabajo en sus campos devolvía a los habitantes a la realidad con unos veranos de días largos y tórridos a la espera de la llegada del invierno cruel de las heladas que paralizaban el agua de las regueras y quebrantaban el fluir de las fuentes y caños.

 

    Eugenia encontraba en el espíritu romántico y  naturalista de su joven esposo un pozo inagotable de sueños y fantasías.   Para ella no resultó fácil dejar Madrid e irse a vivir a lo que desdeñosamente denominaba el fin del mundo.  Echaba de menos la enriquecedora vida social de la que gozaba, las tardes de paseo por El Retiro, el teatro y, por encima de todo, el bullicio de la capital.  Se entregaba a la lectura y las labores encontrando el único consuelo posible ante todo lo que había perdido en las atenciones de su marido, siempre pendiente de ella, llenando los vacíos y las largas tardes de invierno con su conversación erudita.  Mantenía periódicamente correspondencia con sus amigas de la Villa, recortes de prensa o cotilleos que no hacían sino empeorar su añoranza.  Mas, como el tiempo tiende a suavizarlo todo, se fue acostumbrando a La Mimbre y aprendió a vivir con el anhelo de regresar, pese a que lo consideraba improbable en vista de la felicidad rebosante de Eliseo.

  

    Para la siguiente campaña de verdeo eran propietarios de una veintena de olivos centenarios que no dieron cuatro aceitunas por llevar años sin atenciones.   Pero Eliseo no desistió en el empeño y, a pesar de desollarse las manos hasta sangrarle, arrancó los mamones que cercaban los troncos y podó las ramas como Dios le dio a entender.  Cuidó el olivar con las recomendaciones que los padres de sus alumnos le dictaban y paulatinamente vio enmendarse la producción. Satisfecho con su trabajo y los conocimientos adquiridos, cansado como un burro cuando regresaba al oscurecer a casa después de todo el día vareando y acarreando aceitunas él solo, porque Eugenia nunca se opuso a su nuevo entretenimiento, pero tampoco se planteó ofrecerle ayuda.  Él jamás se la hubiese pedido. 

  La llegada de Águeda  a los tres años de estar viviendo en La Mimbre les colmó de felicidad, aunque también de miedos y preocupaciones por las dificultades de Eugenia para amamantarla.  Las noches en vela, el calor del mes de julio en el que vino a nacer, las dudas, el llanto incansable de glotonería de la criatura…  

  

    El maestro caminaba junto a su hija seguidos por una mula que cargaba con dos grandes banastas de castaño, la vara y una alforja con agua, vino y viandas suficientes para sobrevivir a una catástrofe.  La hija sentía idéntica pasión que el padre por la naturaleza y disfrutaba ayudándole, olvidándose de los remilgos de señorita de bien, obviando  las malas caras de su madre, que intentaba sujetarla en casa y que no acompañara a su padre a coger las dichosas aceitunas.  

Ante la complicidad de ambos a Eugenia no le quedaba más remedio que esmerarse en que por lo menos en la alforja no les faltase de nada y esperaba la caída del sol para verlos regresar cansados pero felices, deseosos de asearse y descansar para volver al día siguiente.   Durante la cena teorizaban acerca de  las arrobas de aceite que sacarían de la prensa ese año,  quién recogía más y mejores, de si dejar un quintal para comerlas en casa…   Eugenia disfrutaba con el juego de padre e hija y le reconfortaba aún sin  ser partícipe, pues no había vuelto a poner un pie en el olivar desde el día en que lo compraron. 

A pesar de haber madrugado más aquel día tampoco eran los primeros en llegar.  Las fogatas chisporroteaban y el aire frío les devolvía el murmullo de voces y las tonadas típicas a las que también se sumarían cantándolas apenas puestos en faena. 

-       Creo que hoy  terminaremos los que dan al lindero del norte- comentó el padre-.    Mañana nos pondremos con los que están junto a la portera, esos tienen buena carga este año- afirmó satisfecho.

-       Yo haré fuego, padre, que esta mañana hace un frío que corta la respiración- y se frotó las manos para hacerlas entrar en calor-. No estará de más calentar algunas piedras.

-       No es necesario que me acompañes todos los días Águeda- dijo el maestro sintiendo una mezcla de lástima y orgullo hacia su hija-.  Puedo buscar a alguien para hacer el trabajo, así tu madre estaría mas conforme.

-       ¡Padre!- exclamó molesta-  No me quedaré en casa. 

-       Pues más nos valdría a los dos porque tu madre no deja de reprocharme la ausencia de pretendientes a tu edad.  Me culpa de no ver cumplidas sus expectativas respecto a ti- aclaró.

-       Madre no debe preocuparse- fue todo lo que dijo.  

 

    Don Eliseo contemplaba orgulloso la desenvoltura con la que su hija encendía el fuego y trasteaba de un lado para otro entre los olivos disponiendo las banastas y demás avíos para la labor.  La vio alejarse sonriendo y juraría que tarareaba algo de un novio y almireces.  Sin saber por qué se descubrió pensando en la raíz etimológica de la palabra almirez.   Hacía casi tres semanas ya que la escuela estaba cerrada.


                                                                                                            R. Elena Molano Gil 

                                                                                                (Propiedad Intelectual Registrada)

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